La Lagunilla, un universo paralelo

La Lagunilla, un universo paralelo

La Lagunilla es un universo paralelo, un laberinto cargado de los ecos y retazos de lo que un día fue y lo que otros atesoraron. Cada domingo, su mercado brota como si emergiera de las entrañas de la ciudad, llenando las calles de voces y objetos, de olores que alternan entre la nostalgia de un mueble antiguo y la tinta añeja de un cómic olvidado. Aquí, en este bazar inmenso, uno puede perderse en un paseo tan urbano como espontáneo, donde cada puesto guarda una historia.

Lo primero que uno descubre en La Lagunilla es que nada es fortuito y todo es posible. Es un lugar para aquellos que entienden que cada prenda, cada disco de vinilo, cada lámpara de vidrio, tiene un un fragmento de una vida pasada. Ahí están los vendedores, a veces herméticos, a veces prestos para contar la leyenda de un objeto específico, de sus orígenes en los setenta o de cómo llegó ahí después de ser el tesoro de alguien más.

Entre el desorden y la abundancia de sus pasillos, ahí entre las ollas de cobre y los zapatos de charol, uno encuentra una especie de rito extraño, el de enfrentarse a un México multifacético y, sin embargo, íntimo.

Quizás el verdadero secreto de La Lagunilla no está en sus marchantes, ni en los objetos que fluyen cada domingo, sino en la forma en que nos hace sentir que todo lo que es material guarda una parte de lo humano: los logros, las errores, los momentos de cambio, todos encapsulados en esta selva de curiosidades.

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