
Plaza de la Aguilita
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Por Iván Del Rivero
En un discreto rincón del Centro Histórico, sobre la calle peatonal Talavera y muy cerca del antiguo Exconvento de La Merced, se abre un pequeño espacio destinado a la Plaza de la Aguilita.
Cuentan que fue aquí donde los mexicas, tras una larga peregrinación, vieron la señal que los dioses habían prometido. La majestuosa águila posada sobre un nopal y devorando una serpiente. Esa visión dio vida a la gran Tenochtitlán, la ciudad que más tarde se alzaría como el corazón de este país.
La Aguilita, rodeada de autos, comercios y concreto, permanece como un susurro del pasado que nos recuerda de dónde venimos. En su modestia, contrasta con la grandilocuencia del Zócalo, pero su historia es, quizás, aún más fundacional.
Es un punto de inflexión en el tiempo, un lugar donde el mito se hizo geografía. Hoy, a pesar del bullicio de los transeúntes que ignoran su significado, la plaza retiene una energía silenciosa, una especie de eco sagrado que se resiste a ser olvidado.
Al recorrerla con detenimiento y paciencia es posible imaginar a esos guerreros agotados presenciar el augurio divino que puso fin a su largo y arduo viaje.
Es un recordatorio de que, en la Ciudad de México, la historia se esconde en los lugares más inesperados, esperando ser descubierta. La Plaza de la Aguilita no es solo un monumento, es un portal al origen de una nación, un punto de partida que se volvió eterno.