Tláloc
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Tláloc, "el que hace brotar la lluvia", se erigió como una de las deidades primordiales en el cosmos prehispánico, indispensable para las civilizaciones cimentadas en el ciclo agrícola, como el pueblo mexica.
Su efigie es un sello inconfundible de la antigüedad. Un rostro solemne enmascarado por anteojeras circulares que cifran las nubes, una nariz trenzada, una bigotera prominente y colmillos que anuncian el rayo y la tormenta.
El origen del mito no está del todo claro. Algunos expertos creen que proviene de la cultura olmeca y que tomó rasgos del hocico del jaguar, que luego se transformaron en características de serpiente. Otros señalan que su origen está en Teotihuacán, donde el mito habría sido reelaborado y se le dieron los rasgos serpentinos que hoy se conocen.
Los mexicas lo consideraban creador de la luna, el agua y la lluvia, además de ser uno de los cuatro soles de su cosmogonía. También era el señor del Tlalocan, un paraíso ubicado al oriente, al que iban las almas de personas que perdían la vida en el agua.
Otro elemento importante de su culto era el respeto y la adoración a los cerros y montañas, que se consideraban las fuentes originales de la lluvia. Se pensaban en los montes como “grandes vasijas de agua”, además de ser sitios de peregrinación y sacrificios.
Ha sido adoptado como un símbolo de identidad nacional que decora artesanías y que está inmortalizado a las afueras del Museo Nacional de Antropología. Su presencia en el muralismo del siglo XX también lo consagra como un elemento clave en la construcción de la narrativa histórica y mestiza del país.